Sorteando los peligros de la compra

La tradición que se pierde en Santa Clara

Los días de ferias y regateo van quedando atrás, mientras continua la marginalidad en las zonas aledañas a los mercados.

Escrita por Wendy Armijos.

El cielo nublado nos cobija, hay un silencio que envuelve la atmósfera en calma. Hallo a mi hermana en la cocina con un batido en la mano, se terminan las frutas, ya es tiempo de hacer las compras. Salimos de casa a las ocho, justo para la apertura del Mercado Santa Clara.

Mientras nos acercamos por la acera de la Versalles, vemos un señor de unos treinta años reclinado en la pared del supermercado Santa María con el cabello grasoso y la ropa desabrochada. El hombre tiene una bolsa transparente en mano con una sustancia marrón pegajosa dentro, sospecho que se droga con cemento de contacto.  

Llegamos al Mercado, pero antes de entrar nos topamos con un hombre de mediana estatura, camiseta a rayas celestes y un jean claro; que me dice: “Niña, le vendo un celular” mientras sigue caminando. Mi hermana y yo nos quedamos sorprendidas, pero en mi voz imprudentemente sale un: “Señor, ¿lo denuncio?” que se pierde en el aire. 

 La fachada exterior está en remodelación, hay polvo en la entrada y baldosas a medio colocar. Sin embargo, dentro se escucha un murmullo tenue en la zona de comida, el olor a corvina frita y ceviche nos deja abierto el apetito. Sorteamos a los comensales rápidamente para dirigirnos a la sección de frutas. La papaya esta cada una a $0,80, en otro lado María Guañún  nos la deja en $0,50 por caseritas, pero al tocarla esta demasiada blanda. No nos convence, así que damos una vuelta entre las moras que escurren y las manzanas aglomeradas en cajones . Las verduras ya vienen en funditas de dólar, ya no hay que preguntar precios, todo es fijo ahora, eso sí la “yapa” puede ir extra.

 En la segunda planta están las carnes, pero lo que se percibe de entrada es el penetrante olor a cloro y desinfectantes . El punto de atención al subir por las gradas es una cabeza de toro con sus cuernos intactos y los ojos de cristal que parecen que te observan expectantes. Compramos un poco de queso de Rosa  con su delantal blanco de volantes a los lados. Ya no se ve desorden, cada vendedor tiene su lugar asignado, el aseo se evidencia. Me pregunto desde cuándo es así un mercado, y qué tipo de relación tiene con su alrededor de pobreza, delincuencia y hasta drogadicción.

 Recorremos unos puestos más, hasta detenernos en la zona de jugos, hierbas e infusiones, nos adentramos en ella. Allí resaltan los anuncios de Colada Morada con Guaguas de pan “a dolarazo”, pedimos un combo de estos, pero la vendedora nos comenta que “solo el vasito de Colada cuesta un dólar”, el anuncio es para llamar la atención. Que esta caro nos dice, que los precios suben y ellas tienen que ganarse la vida. Al final, tomamos el vasito que sabía más a agua aromática con tres tristes trozos de piña en él, pero aún se conservaba la tradición de finados. 

Nos devolvimos sobre nuestros pasos, las primeras gotas de lluvia empezaban a caer con fuerza, y teníamos que apresurarnos. Las comerciantes ambulantes ubicadas en la vereda nos daban cuatro papayas en un dólar, las compramos en cuanto nos ofrecieron. El mercado nos dejaba ese sabor agridulce en la boca, los costos altos y el terrible panorama exterior me inclinaban por perder la costumbre de “hacer la compra”, remplazándola por los modernos supermercados y los vendedores ambulantes con precios más accesibles.

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